Cuando era pequeña aprendí en clase de sociales, geografía, e incluso arte, la distribución de la bandera de mi país,
Colombia. Primero debía dibujar un
rectángulo que incluiría los tres colores de la nación. Luego, este rectángulo
debía dividirse en dos partes iguales en sentido horizontal. La primera mitad
de este sub-rectángulo correspondía al color amarillo, alusivo a la riqueza de
nuestro suelo, el sol y el oro hallado en épocas precolombinas. La segunda
mitad debía dividirse en dos partes iguales, siendo la del medio de color azul,
representando el cielo que cubre la patria, los ríos y los dos océanos que
bañan las curvas de ambos costados del territorio: el Pacifico y el Atlántico.
Por último, el tercer recuadro debía ser rojo, relacionado a la sangre vertida en
los campos de batalla para conseguir la libertad.
Y es que, en Colombia, a pesar de
cualquier falencia social, política o económica, somos patriótas y vestimos con orgullo “la tricolor”. Incluso, recién llegué a este paraíso, de
las primeras cosas que hice, —inconscientemente— fue tomar tres hojas de papel:
una amarilla, una azul y una roja, para armar una bandera y pegarla con orgullo en la parte
exterior de la puerta de mi cuarto, como si fuese un sello distintivo.
Al pasar unos días, mientras
sosteníamos una conversación con amigos de diferentes partes del mundo
(Bélgica, Chile, Dinamarca, entre otros) uno de ellos habló de otro voluntario
que también era colombiano y que había estado aquí hace unos años. Por algún
motivo hizo mención de este compatriota para ejemplificar cuán apasionados
éramos los colombianos al hablar de nuestro país.
¡Bélgica celebra el fútbol al mejor estilo paisa! |
Valga mencionar que este sujeto
no sólo era patriota, sino buen negociante, pues con él trajo varios ponchos
paisas para venderle a los extranjeros, quienes intercambiaron una cantidad
formidable de dólares americanos por dicha prenda autóctona de un país que,
para su información, no sólo es conocido por la marihuana.
Me sorprendí gratamente de
que él fuera distinguido de esa manera. Mi interlocutor percibió mi gesto y
entre risas me preguntó: ¿pero acaso cuando tú llegaste, lo primero que hiciste
no fue poner una bandera de Colombia en tu puerta? Tenía razón. Sólo que tal
vez era algo que había hecho en modo automático y sólo lo vi
claramente hasta después de su reflexión.
Y es que la bandera de cada país
es sin duda uno de los símbolos patrios más importantes y más visibles ante
todo público. Es un estandarte que denota ciertos colores en un orden, proporción y sentido específico, pero que connota toda la historia, cultura e idiosincrasia
de un pueblo.
Dicho esto, era evidente mi interés por conocer el significado de la bandera de San Vicente y las Granadinas. Podía buscarlo en internet, por supuesto, pero quise preguntarle a un nativo qué había detrás de esas franjas de colores, pues no hay nada como escuchar el testimonio de alguien que respira sus creencias desde cada poro de su piel.
Dicho esto, era evidente mi interés por conocer el significado de la bandera de San Vicente y las Granadinas. Podía buscarlo en internet, por supuesto, pero quise preguntarle a un nativo qué había detrás de esas franjas de colores, pues no hay nada como escuchar el testimonio de alguien que respira sus creencias desde cada poro de su piel.
Mi inquietud la solucionó Erasto,
un rastaman de alrededor 60 años, que
trabaja desde hace más de 15 en la Autoridad de Parques Nacionales, Ríos y
Playas de este país. Debo admitir que su “oficina” tiene mejor vista que la del
mismo Alejandro Santo Domingo en Nueva York. Es más, tuve el lujo de que respondiera
mi pregunta mientras caminábamos hacia La Soufriére, divisando a mi izquierda
el océano Pacífico y a mi derecha Richmond
Peak, el punto más alto de la isla sobre el nivel del mar.
Erasto Robertson |
La bandera de San Vicente y las Granadinas
tiene, en su versión actual, tres colores: azul, amarillo y verde, divididos en
franjas verticales. La primera representa el océano que rodea estas islas del
Caribe. Por cierto, la superficie hídrica de este país es mucho mayor que la
superficie terrestre, que cuenta con un área de tan sólo 389 km². La franja
amarilla, protagonista en la proporción de la bandera, alude a los rayos del
sol que alumbran durante más de 12 horas diarias la jornada de campesinos y
pescadores. Por su parte, el verde asemeja la vegetación abundante que hace de
este destino un lugar perfecto para el ecoturismo. Para finalizar, en el medio
hay tres diamantes que representan al país conformado por
múltiples islas, las Granadinas, que en total son 32. Estos rombos forman una V
que podrían relacionarse con la inicial del nombre la isla mayor; asimismo, con su
ubicación en las Antillas.
Es una explicación corta para la
basta belleza de este paraíso y, como suele suceder con la historia, cultura e idiosincrasia,
sólo estando “a este lado del charco” —como decimos algunos colombianos— se logra
tener una visión holística. Tras mes y medio de estar viviendo aquí conocí de
primera mano el significado de la bandera vicentina, y luego de 55 días debo
admitir que comienzo a sentir el corazón divido entre mi natal Colombia y esta
isla que seduce con sus paisajes y enamora con su gente.
Paradójicamente termino este
escrito escuchando el CD de soca —música típica del Caribe— que compré hace unas
semanas en Kingstown. De vez en cuando mi mirada se aparta de la pantalla del
computador para encontrar la palabra perfecta que poco a poco ha conformado esta
secuencia textual. Conduzco los ojos hacia la puerta de mi cuarto que, estando
cerrada, tiene al respaldo la bandera de San Vicente y las Granadinas,
mientras que sobre el pasillo “la tricolor” sigue resplandeciente. Es una
dicotomía de amores que, en tiempos de guerra, tal vez sea la única dualidad válida.