Hay días en que la felicidad es completa, es amarilla, es
de todos los colores maravillosos que pasan por los ojos, sorprendiendo cada
milésima de segundo y excediendo las máximas expectativas de lo que el paraíso
podía ser.
Compartir con los vicentinos es algo que me llena el
corazón, es una bocanada de aire, es sentir que va a explotar el corazón, tal
cual como le ocurre a un globo cuando lo inflan y parece que no diera más, pero
siempre cabe un poco más de felicidad. A mí me cabe cada día un poco más de
felicidad por estas personas.
Es un paraíso único, sin igual, y su gente lo hace
simplemente maravilloso. Los chiquitos disfrutando cada segundo y su risa sonando constantemente como
melodía. Verlos recitar el Padre Nuestro o el Gloria con sus ojitos cerrados y
moviendo su cuerpo, casi bailando, porque cantarle a Dios es para ellos una fiesta, que aunque no haya música, la sienten y la celebran.
La capacidad de hacer amigos en una noche —realmente amigos— dejando de lado lo que estén haciendo, para llevarnos de regreso a nuestra casa para
evitar la extenuante caminata de 50 minutos, sabiendo que la próxima vez que
nos encontremos, el apretón de manos y el choque de puños será un símbolo de
complicidad al hablar el mismo lenguaje, el de la música y el de la risa.
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